El sonido de las sirenas se desvanecía en el eco de la noche. Marcos apenas podía respirar. Sus manos temblaban, cubiertas de un rojo espeso que no pertenecía a él. Frente a él, su hermano Julián yacía en el suelo, sus ojos abiertos pero vacíos, atrapados en un instante que nunca volvería.
Todo pasó en segundos. Un cruce de palabras con la gente equivocada, una sombra sacando un arma y un disparo que retumbó en su pecho como un trueno. Julián cayó antes de poder decir algo, antes de poder siquiera entender lo que ocurría.
Marcos gritó su nombre, pero solo recibió silencio. Lo sostuvo, lo sacudió, le rogó que volviera. Pero su hermano ya no estaba ahí. Y en ese instante, comprendió que la muerte no llega con gritos ni advertencias. Llega en susurros, en la mirada de quien se va sin despedirse.
Desde aquella noche, Marcos dejó de soñar. Porque cada vez que cerraba los ojos, veía la última mirada de Julián… y el abismo al que lo había arrastrado.